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¡Viva Draghi! ¡Ha nacido el Salvador!

En aquel tiempo, llegó a Frankfurt (donde inventaron las salchichas y el BCE) el ministro Luis de Guindos, ascendió a la planta cuarenta de la Eurotower, se arrodilló ante Mario Draghi e imploró:
-Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.
-El Banco Central Europeo hará lo necesario para sostener el euro -respondió el Maestro- y, créanme, eso será suficiente.
Fue entonces cuando De Guindos, que ya se había encaramado al balcón presto a arrojarse a las negras aguas del río Meno, notó cómo le temblaban las piernas y una lágrima vadeaba los profundos surcos de sus macilentas mejillas.
-¿Me estás hablando a mí, señor? -preguntó, incrédulo-. ¿En verdad, en verdad lo dices? ¿Puedo comunicar al mundo la buena nueva?
Ite. Missam est.
Y se fue con la misión cumplida. Y difundió el mensaje. Y nada más hacerlo, las aguas se abrieron, el íbex-35 resurgió de los infiernos y el riesgo de la prima de riesgo se abrasó en una zarza ardiente.
-¡Aleluya! -le puso a Mariano por el whatsapp– ¡Ha nacido el salvador!

Como a Michael Corleone en El Padrino (“-Voy a hacerle una oferta que no podrá rechazar”), a Draghi le ha bastado una frase para triunfar, para borrar sus desaires y para convertirse en uno de los nuestros.
A nadie parecen importarle ya el tiempo -y el dinero- perdidos, que el diferencial con Alemania se mantenga por encima de los 550 puntos básicos, que el íbex-35 apenas supere los seis mil (en septiembre, rondaba los diez mil puntos) y que cada subasta de deuda se nos lleve varios millones de euros en intereses.
Al presidente del BCE se le ha escapado que conoce la fórmula del bálsamo de Fierabrás -el que nos aliviará de todos los males-, pero que no está dispuesto a malgastarlo -por mucho que De Guindos se parezca a Sancho Panza- . Y a nadie parece importarle.
El gobierno brinda hoy con una botella medio llena porque, como dijo Escarlata O’Hara, “al fin y al cabo, mañana será otro día”, y quién sabe mañana qué dirá quién.

Hay alternativas, y lo saben

El presidente del gobierno se ha refugiado en el búnker del determinismo invencible para hacernos creer que no existen alternativas.
Cada vez que deja caer la porra sobre los maltrechos lomos de los trabajadores, nos regala la socorrida cantinela del no-hay-más-remedio. Eso y el gemidito (“-Más me duele a mí que a ti”- dice); eso y el ensayado rictus de hombre de estado que sufre con el sufrimiento de sus súbditos.
Nadie pone en duda que la situación es complicada y nadie pone en duda de que es preciso adoptar medidas extraordinarias. El Estado lleva años -muchos años- dilapidando nuestro patrimonio y nuestra herencia, y sólo ha aceptado la gravedad del problema cuando ya nadie le presta dinero para seguir tapando el despilfarro (o cuando, quien lo hace, le impone intereses leoninos). Sólo entonces ha comprendido que hay que ingresar más y que hay que gastar menos -¡vaya lumbreras!-, y se han puesto a buscar al pardillo que se haga cargo de la cuenta.
Cada vez son más los economistas -y algunos sin barba- que defienden reformas impositivas más eficaces y más justas. El catedrático de la Universidad Pompeu Fabra, Viçenc Navarro -por ejemplo- calcula que se obtendrían 12.000 millones de euros sólo con recuperar algunos tributos total o parcialmente suprimidos (el impuesto sobre los grandes patrimonios, el impuesto de sociedades -para las grandes empresas- o el impuesto de sucesiones). Los técnicos del Ministerio de Hacienda -otro ejemplo- proponen recaudar 6.200 millones de euros más cada año sólo con destapar la economía sumergida, y 4.500 millones más sólo con un impuesto sobre las transacciones financieras; eso por no hablar del fraude fiscal, por donde escapan más de 40.000 millones de euros.
Por tanto, ¿quién dice que no hay alternativa a subir el IVA? En Francia, se van a aprobar impuestos especiales sobre las grandes fortunas y las grandes sucesiones, y en Estados Unidos -el paraíso de los liberales- Obama ha anunciado reformas fiscales en la misma línea.
Y aún se puede ingresar por otros conceptos. El Instituto Alemán de Investigación Económica -que no se entere la Merkel- ha propuesto que las grandes fortunas “colaboren” -por imposición- con la compra de deuda soberana, y numerosos colectivos aportan otras soluciones imaginativas (la Tasa Tobbin sería un buen ejemplo) que contribuirían a llenar la hucha.
Eso en el capítulo de ingresos. Como en el de gastos también hay que pegar pellizcos, se recorta en sanidad y en educación, se bajan los sueldos de los trabajadores públicos, las pensiones y los subsidios, se reduce el gasto público y se suprimen instituciones democráticas. Todas ellas, medidas que afectan a los mismos, a los de siempre.
A nadie se le ha ocurrido -o sí, pero sólo un rato- adelgazar otras partidas. Con la que está cayendo, la Casa Real mantiene sus más de 8,2 millones de euros de presupuesto anual, el Ministerio de Defensa sus 6.300 millones -que no sé yo de quién nos tenemos que defender, cuando el enemigo está en casa- y la Iglesia Católica conserva -sin recortes- su asignación de 160 millones de euros. Al presidente del Consejo del Poder Judicial le han congelado su jornal de 130.000 euracos -dietas y viajes a Marbella no incluidos-; los ex presidentes, su pensión vitalicia de 80.000 euretes -que no les impiden trabajar en empresas privadas de donde obtienen pingües beneficios, quizás a cambio de viejos favores- y sus señorías y señoríos, sus 4.000 euros al mes, la cama aparte -bueno, los alquileres, sólo para los de provincias-.
A nadie se le ha ocurrido que un país pobre, como España, no puede permitirse administraciones duplicadas -y triplicadas, en algunos casos-, ni cámaras repetidas -la del Senado, empieza a ser ya una reforma urgente-. No puede sostener la actual corte de asesores, jefes de gabinete y mamporreros, ni puede seguir subvencionando a tanto liberado, a tantos partidos políticos, al cuerpo de traductores y a las embajadas en Andorra. No puede, pero lo hace, y el gobierno seguirá culpando a la Merkel, a Draghi o al chachachá, y seguirá escudándose en que no hay alternativa.
Lo malo es que tiene -parcialmente- razón: mires para la derecha o mires para la izquierda, todos están escondidos detrás del mismo burladero.

Los huérfanos de Rajoy

ImagenVale que el poder desgasta. Vale que la realidad del ejercicio de gobierno difícilmente puede corresponderse -ciento por ciento- con la utópica idealización que previamente dibuja negro sobre blanco el gabinete electoral. Vale que, cada vez que un nuevo inquilino revuelve el doble fondo de los cajones y levanta las alfombras de su nuevo despacho, se encuentra con obstáculos insorteables que le conducen irremisiblemente hacia rutas indeseadas.

Todo eso vale, pero es que los seis primeros meses de Rajoy han superado las peores expectativas.

El presidente del gobierno ha conseguido, en sólo ciento ochenta días, agotar buena parte de su crédito, defraudar a su electorado, rearmar a sus opositores y vaciar de argumentos a sus más inquebrantables e incondicionales defensores.

Según el último barómetro del CIS (publicado en mayo de 2012), el 56% de quienes votaron al PP el pasado mes de noviembre creen que la actual situación económica es peor que cuando los populares desembarcaron -hace ahora un año- en la mayoría de los ayuntamientos y comunidades autónomas, y el 42% de esos votantes opinan que la situación política hoy es ‘mala’ o ‘muy mala’ (a modo de anécdota, el 2% de los electores del PP cree que el principal problema de España es su gobierno).

Mariano Rajoy lleva más de un año -desde la campaña de las municipales, por lo menos- reclamando su derecho a gobernar, para solucionar los problemas de la nación; reivindicando un masivo apoyo popular con el que activar su fórmula mágica, su receta para generar confianza en los inversores, incentivar la creación de empresas, crear puestos de trabajo, optimizar los recursos y mejorar los servicios públicos. Una ecuación milagrosa basada en recortes y repagos que, lejos de reportar beneficios, no ha hecho sino aunar a sectores de lo más variopinto en la tribuna de las quejas.

La política fiscal (la subida del IRPF y la del IBI, y la del IVA, que viene) ha roto los esquemas a los empresarios y a los liberales -tanto monta, monta tanto- otrora fieles escuderos de Rajoy, Los recortes en la administración pública (menos sueldo, más horas, menos derechos) han rebelado a los funcionarios, interinos, laborales y eventuales, empezando por el grupo E y terminando por el Grupo A. Los desempleados que votaron a Rajoy confiando en que les buscaría un trabajo, se han encontrado con que, en lugar de eso, les reduce las prestaciones, y los pensionistas que esperaban garantizar sus pagas (“-¡La Caja de la Seguridad Social se hunde!”-, decían) tienen ahora que aflojar la mosca, cuando retiran la nifedipina y el omeprazol. Los emprendedores esperan y desesperan, y hasta las víctimas del terrorismo se quejan de sus desaires.

Ni se ha acabado con la corrupción, ni con el despilfarro autonómico. Ni se han terminado las injerencias (los nombramientos en la RTVE y en el CGPJ son sólo dos ejemplos), ni los despropósitos. Como siempre, gana la banca y pierden los desahuciados, bajan los créditos y suben los ERE, y el país sigue sin pintar nada ni en Europa ni en el mundo (bueno, en el mundo sí: don Mariano ya es presidente de las Islas Salomón).

Rajoy ha sembrado España de huérfanos -de huérfanos políticos, se entiende-, de ingenuos electores que creyeron sus promesas, que confiaron en sus soluciones y que depositaron en su gestión lo que les quedaba de confianza. Votos prestados para impulsar un cambio de rumbo que ha resultado ser un giro hacia ninguna parte.

Y, mientras, el presidente calla y se refugia en el burladero, e insta a sus subalternos a que intenten ocuparse del miura, ante el pasmo del personal que -desde el sol y desde la sombra- no acierta a entender cómo le han metido en esta faena.

Rescate y fracaso

Mientras los tirios y los troyanos discernían si eran galgos o si eran podencos (“-Ministro, tacha ‘rescate’ y di ‘apoyo financiero’, a ver si cuela”), los hombres de negro cruzaban la frontera conduciendo centenares de furgones blindados cargados de lingotes de oro. Lo llamen como lo llamen.
Tras meses de asedio, el gobierno ha entregado  las llaves. Ha rendido la plaza, ha franqueado el paso que con tanto empeño -¿cómo se dice ‘orgullo’ en alemán?- defendió, ha abierto los ventanales y ha enseñado sus vergüenzas. Ha reconocido –urbi et orbi– el pecado que todos conocían: este país no puede salir del agujero sin ayuda.
Es cierto que se trata de una intervención singular (en realidad, es casi más un préstamo que un rescate), pero uno de sus efectos -quizás el más temido- se mantiene y puede resultar demoledor. Por mucho que algún ministro piense que todos nos hemos caído del guindo, no hay peor manera de convencer a los especuladores de que es seguro invertir en España que asomarse al balcón y pregonar nuestras miserias.
Y, si no, ¿por qué se ha esperado tanto? ¿Cuánto dinero ha costado a las arcas públicas estas semanas de innecesaria -según el gobierno- incertidumbre? Y, si no ha existido ultimátum por parte de los socios, ¿por qué tantas prisas de última hora? ¿Había que dar la rueda de prensa en el descanso del Holanda-Dinamarca? (Por lo menos, terminó antes de que empezara el Alemania-Portugal). Y -la prueba más concluyente- si de verdad se trata de una buena noticia, si es la solución para todos nuestros males ¿dónde estaba Rajoy?
Europa ha colocado un cobrador del frac en la puerta de La Moncloa, y eso -lo diga Agamenón o su porquero- es un fracaso. Fracaso de un estado con complejo de inferioridad, que acaba de ingresar -por méritos propios- en el Club de los Morosos. Fracaso de un gobierno sin recursos, que termina por admitir su incapacidad para hacer aquello a lo que vinieron, y que ahora ve cuestionado un ineficaz programa de ajustes. Fracaso de un presidente titubeante y desnortado, que cambia constante e irresponsablemente de opinión y de criterio, y que se ha instalado sin pudor en la corrección y en la improvisación continuas.
Lo adornen como lo adornen, este rescate -perdón, este generoso apoyo al sistema financiero- no era la solución reclamada. El ejecutivo lleva semanas mendigando unos eurobonos con los que obtener sus propios recursos a precio de buen pagador, y todavía se escuchan las carcajadas con las que respondió la kaiseresa. Reclamó después una legislación a medida bajo la que camuflar el salvamento (“-Sálvame este banco, hombre, que hoy no llevo suelto.”) pero la Unión Europea le dejó bien clarito quién puede exigir excepciones y quién no. Al final, no le quedó más remedio que aceptar un plato de lentejas -si quieres, las comes…- al que, aunque tenga mejor pinta que los que les sirvieron a Irlanda y a Portugal, se le adivina una pesada digestión y hasta un cólico electoral.
España ha claudicado y ha asumido su papel. Lo llamen como lo llamen.

Entre pitos y flautas

Desde hace algunos meses -puede que desde hace algunos años- la política española se mece entre pitos y flautas: pitos que intentan silenciar las flautas, flautas que pretenden camuflar los pitos.
Las noticias, buenas o malas (casi siempre malas), llegan animadas por una banda sonora de aplausos y abucheos que termina por desviar el debate, por enterrarlo bajo una costra de maquillaje sobre la que centrar la discusión y obviar lo esencial por lo accesorio.
Grupos políticos, instituciones, agentes sociales y -sobre todo- medios de comunicación se esmeran en enervar a la claque. Sirven en bandeja argumentos populistas (“-¡Gibraltar español!”-) para con sus vítores acallar los gritos de la otra bancada (“-¡Que pague la Iglesia!”), sin reparar (o sí) en que, con tanto jaleo, no se escuchan los lamentos.
Entre pitos y flautas, 4.744.235 españoles y españolas siguen pidiendo empleo al puñado de defraudadores amnistiados que no saben dónde colocar los millones que milagrosamente nacieron entre las láminas de su somier. Entre pitos y flautas, 58.241 familias siguen buscando dónde dormir después de ser desahuciados por los bancos y se cruzan con los exdirectivos incompetentes que salen por la puerta de atrás con cheques de siete ceros como pago por los servicios prestados.
Entre pitos y flautas, se reducen los salarios -¡ay, el impuesto revolucionario!-, se recortan las prestaciones -¿se acuerdan del estado del bienestar?- y se disparan las tasas -bienvenidos al reino del pago, copago y repago-. Entre pitos y flautas, se retrasa la edad de jubilación –“Si es que estás hecho un chaval”-, aumenta el IVA -Europa somos todos- y se rompen los convenios -con Franco, vivíamos mejor-.
Nos ensordecen con las cifras del déficit, la prima de riesgo y el íbex 35, para que -con el estrépito- perdamos la cuenta de los euros que mes a mes entran de menos en nuestras carteras y para que, entre pitos y flautas, aceptemos como irreversible una situación de la que, encima, nos responsabilizan.
Cuando los pitos reciben a su alteza el heredero en el campo de fútbol, se compensa elevando el volumen de las flautas que interpretan la Marcha Real. Cuando los pitos reprochan los reajustes, las fanfarrias apuntan al despacho de enfrente –«Tú más»-, como si no nos dolieran igual las bofetadas vengan de la mano que vengan.
Es hora de dejarnos de pitos y flautas. De exigir respuestas en lugar de justificaciones, soluciones en lugar de alharacas, resultados en lugar de excusas.
Porque, en definitiva, nos están tomando el pelo. Entre pitos y flautas.

Rajoy y la teoría del caos

En 1884, para celebrar su sesenta cumpleaños, Óscar II rey de Suecia y Noruega convocó un singular concurso -siempre ha habido gente rara- en el que los participantes tenían que resolver complicados problemas matemáticos, como -por ejemplo- analizar la estabilidad del Sistema Solar y determinar especialmente cómo influye un cuerpo situado entre otros dos cuerpos celestes. El entonces joven científico Henri Poincaré aceptó el reto, pero fue para demostrar que el enigma no tenía solución, que en el universo existen sistemas caóticos, tan vulnerables a una mínima perturbación que el resultado varía en cada experimento y por lo tanto se vuelve imprevisible. Había nacido la teoría del caos.
Para que nos entendamos, la teoría del caos viene a defender que a veces no es posible establecer una inequívoca relación causa-efecto (un mismo experimento puede producir distintos resultados) porque existen factores -por muy insignificantes que puedan parecer- que modifican todo el proceso. No hay manera de pronosticar en qué número parará la bolita por mucho que la ruleta gire siempre con la misma velocidad y se repitan exactamente los mismos movimientos.
Algo parecido ocurre con la política y los gobiernos.
Aplicando la más estricta ortodoxia, los economistas elaboran un plan. Aseguran que cuando el déficit público se reduce ‘equis’, el peibé crece ‘y’, y que sólo entonces se crean ‘ene’ empleos; dicen que si se aplica el copago farmacéutico, se reducirá la deuda con los laboratorios y se saneará el sistema sanitario; explican que si se aplaza la edad de jubilación, aumentarán las cotizaciones y se frenará el gasto por prestaciones hasta llenar otra vez la caja… Pero esto es sólo el plan. Luego aparece la teoría del caos -y su acepción más popular: el efecto mariposa- para devolvernos a la realidad: el gobierno impone reformas y ajustes para recuperar la confianza de los inversores, pero un simple editorial en el Wall Street Journal -¡ay, el efecto mariposa!- dispara la inquieta prima de riesgo y hunde todos los indicadores; cada vez que a un preboste alemán le repite el pepino, los mayoristas verduleros -con perdón- europeos dejan de pasar por los invernaderos de Almería; basta con que il nuovo cavalieresiembre alguna duda, para que el íbex treinta y cinco coseche tempestades. Nada es absolutamente predecible (ni siquiera están bajo control los factores que influyen en los resultados) pero, aún así, los economistas realizan sus previsiones y los políticos aprueban sus programas, las previsiones fallan una y otra vez y los programas se modifican uno detrás de otro.
Quieren transmitir confianza y sólo nos conducen al caos. Tanto que nos hemos inmunizado. Nos hemos habituado a leer las cifras en números rojos y las previsiones en letras negras, las nóminas de arriba a abajo y la cartilla del paro de abajo a arriba; nos hemos acostumbrado a escuchar las justificaciones ante cada nuevo fracaso (cuando no es por la herencia, es culpa de los griegos, de las elecciones en Francia, de los combates en Siria, de los elefantes del rey… o del vuelo de una mariposa) y ofrecemos humildemente la otra mejilla cada vez que nos abofetean con un real decreto.
Si la crueldad de las cifras demuestra que Rodríguez Zapatero erró en su planteamiento ante la crisis, meses después la situación es aún peor: números aún más rojos, futuro aún más negro, los brotes verdes aún más lejos… y sin solución, porque el avión que acudía al rescate se ha estrellado antes de despegar. Seguimos navegando en un buque a la deriva cada vez con menos provisiones y peores previsiones, y -lo que lo agrava todo- sin rumbo ni faro al que enfilar la proa.
Nuestra única esperanza es que aparezca un remolcador (alemán o francés, americano, chino o de donde sea) y nos lleve a puerto, nos ponga a salvo del caos de la mar gruesa y de las alas de las mariposas.

Una crisis para volver a ser pobres

Nadie, sobre la faz de la Tierra, dudará ya de que esto de la crisis es un enorme embuste.
Llevamos tantos meses desayunando con macrocifras, previsiones y análisis, que no hay quien se trague que resultó imposible prever la actual situación, que los economistas no anticiparon que ocurriría lo que está ocurriendo y que no advirtieron a quienes tenían que activar las medidas oportunas para corregir y evitar la debacle. Entonces ¿por qué no se actuó?
El día en que las nubes se abran y dejen paso al sol -que algún día se abrirán- podremos hacer balance de los daños que ha causado el temporal y, lo que es más importante, desenmascarar a quienes han obtenido beneficio de esta etapa de turbulencias.
Los recortes -los ya aplicados y los que quedan por aplicar- van a significar un grave deterioro en los servicios básicos y estratégicos que los estados prestan a sus súbditos. La disminución de las partidas destinadas a la sanidad -por ejemplo- invitará a quien pueda permitírselo a contratar con compañías privadas. Cuando crezcan  las ratios en las escuelas públicas, desaparezcan los cheques-libro y se rebajen las ayudas y las becas, muchas familias -las que puedan pagar- acudirán a los colegios privados. Si los jubilados siguen perdiendo poder adquisitivo, aumentarán los fondos de pensiones; habrá más gimnasios privados cuantas más instalaciones públicas se cierren; más publicidad para las teles comerciales, cuantas más cadenas autonómicas abandonen sus emisiones; más peajes en las autopistas, cuanto menos atractivas sean las autovías.
Por lo tanto, la crisis servirá, fundamentalmente, para que engorden sus cuentas de resultados las grandes sociedades mercantiles cuyos mayoritarios paquetes de acciones están, curiosamente, en manos de las grandes entidades financieras, responsables en primera instancia del cataclismo económico que paradójicamente les va a hacer -más- ricos.
La sociedad occidental -en general-, Europa -en particular- y los países mediterráneos -especialmente- habrán retrocedido décadas en sus conquistas sociales cuando en un parqué se certifique el final de la crisis. Habrá que volver entonces a negociar -o a pelear- derechos que ayer adjetivábamos como irrenunciables, y habrá que volver a arrancar -pellizco a pellizco- migajas del ya añorado estado del bienestar.
La historia se repite cíclicamente, y cada vez que las clases más desfavorecidas consigan ascender un peldaño, surgirá -sorpresiva e intempestivamente- una nueva crisis para recordarles cuál es el lugar que le corresponde en la pirámide social.
Así que lo mejor es que acaben cuanto antes con esta farsa para poder empezar de nuevo.

El día de los inocentes

Con la que está cayendo, me sorprende que siga habiendo tantos ciudadanos crédulos, ingenuos, cándidos y confiados. Rozando la proverbial inocencia, vamos.
Debe de ser que me he vuelto extremadamente escéptico o que -daños colaterales de mi oficio- escucho a demasiada gente, pero me asombra la facilidad con que la caterva convierte en propios algunos mensajes ajenos que, vistos en perspectiva, antes tendrían que indignarles y soliviantarles.
Un ejemplo: aparece un político -del partido que sea, me da igual- se sube al estrado y le suelta una trola al respetable para argumentar cualquier tropelía pasada, presente o futura. Da lo mismo que pretenda justificar una debacle electoral, una congelación salarial o un atraco a mano armada: el personal atiende, asiente y aplaude (alguno, hasta vitorea). Les basta con una pequeña dosis de empatía para vencer cualquier sombra de duda, para convertirse en apóstoles de la verdad (de la Única Verdad) y para defenderla ante el más selecto de los cenáculos, en cualquier tertulia tabernaria o en la más aburrida sobremesa del más aburrido reencuentro de antiguos alumnos.
El más ligero asomo de espíritu crítico sale por la ventana cuando el mensaje del mesías entra por la puerta, voceado por columnistas, informadores y opinantes. Sólo -y siempre- es cierto lo que dicen los nuestros (digan las barbaridades que digan), aunque seamos conscientes de que nos perjudica. He oído a trabajadores en precario defender a sangre y espada una «inevitable» reforma laboral que les va a enviar indefectiblemente al paro; he asistido a asambleas autocomplacientes que siguen depositando su confianza ciega en el líder que, una y otra vez, les guía hacia el abismo; he visto a funcionarios pidiendo el voto para quien les advirtió de que les reduciría el salario, y a pobrepensionistas que ya han empezado a pagar en la farmacia y aún lo justifican.
Hemos caído en la trampa de la sociedad de la información: nos han hecho creer que nos ofrecían todos los datos para que extrajéramos nuestras propias reflexiones, cuando en realidad no hacemos sino firmar a pie de folio conclusiones interesadas -como si las hubiésemos redactado nosotros- sin haberlas leído siquiera. Nos convencen de que hemos detectado el problema, de que lo hemos diagnosticado y de que hemos elegido la solución idónea, sólo porque nos han enseñado a pronunciar «recesión», «deflación» y «deuda soberana» en varios idiomas.
Nunca me ha preocupado que otros piensen distinto que yo, ni me ha molestado que intenten convertirme a su causa, Ni siquiera me parece mal que, coyunturalmente, haya quien actúe en contra de sus intereses y de sus ideales. Lo que no entiendo es la candidez y la ingenuidad de quienes confían irracionalmente en argumentos ajenos, sólo por venir de quienes vienen.
Será que hoy es el día de los inocentes. Y que ya hemos olvidado cómo terminó aquella historia.

El silencio de los corderos… griegos

Definitivamente, la democracia es una farsa.
Porque, si no, ¿cómo se explica el terremoto que han provocado Papandreu y su amago de referéndum? El griego, acorralado, no halló otra salida para huir del asedio al que le someten propios y extraños que empuñar un plebiscito como arma arrojadiza, y lejos de alcanzar su objetivo, no ha hecho otra cosa que certificar la defunción de la democracia directa (y constatar, de paso, que la ciudadanía no tiene vela ni en ese entierro).
Es cierto que los gobernantes siempre se han concedido los mecanismos necesarios para desoír la voz de quienes reclaman y para camuflar sus pancartas, pero es que en esta ocasión hemos asistido a una desvergonzada -y avergonzante– vuelta de tuerca: no se puede convocar un referéndum por la sencilla -y única- razón de que el ‘no’ ganaría aplastante y rotundamente. Es decir, que aun siendo del dominio público que el pueblo griego está absolutamente en contra de las medidas que están adoptando presuntamente en su nombre, en lugar de acomodarlas a la voluntad mayoritaria, se opta por no preguntar. Así hacen como que no lo saben.
Y es que, en esto de las consultas populares frustradas, quien más quien menos tiene algún muerto en el armario. Basta con que el político intuya que el escrutinio le será adverso para que cambie de conversación y -posando con el rictus de impostada madurez democrática- posponga el debate hasta el momento en el que el sosiego y la reflexión posibiliten alcanzar una solución satisfactoria… para él. Bienaventurados los ilusos que esperan a que Mohammed V el Alaouí convoque un referéndum en el Sáhara (consciente de que lo perdería), bienaventurados los ingenuos que confían en que la forma de gobierno en España se someterá algún día al veredicto de las papeletas (supongo que encuestas habrá que recomienden dejarse de aventuras), bienaventurados los independentistas que sueñan con urnas preñadas de votos autodeterminacionistas. Bienaventurados porque de ellos será siempre el reino de la queja.
A Clarice Starling (la poli del libro de Thomas Harris que yo tampoco he leído) no le atormentaban los balidos de los corderos, sino el método de silenciarlos que empleaba el matarife. En nuestro caso -no hay que exagerar- la sordina no proviene del cuchillo censor, pero tampoco esperen que les faciliten un altavoz con el que amplificar los gritos. Antes al contrario. Si Walter Lippmann descubrió el rebaño desconcertado («del que hemos de protegernos cuando brama y pisotea») y Noam Chomsky advirtió sobre la utilización del pensamiento único y la fabricación del consenso como remedio para domeñar a ese rebaño perplejo, ahora -cuando parecía querer elevar el tono y el volumen de la queja- asistimos a su silenciamiento, programado, consensuado y consentido.
Claro que comprendo el asombrado estupor de los líderes mundiales ante el anuncio de una consulta popular tan gratuita. Si sólo se trataba de conocer la opinión de la calle, ¿para qué preguntar, cuando ya se conocía la respuesta?

Matar al mensajero

Artur Mas, Esperanza Aguirre y Josep Antoni Duran son unos bocazas. Hay muchos más, pero estos tres se han ganado a pulso la nominación gracias a su obstinación en obtener réditos electorales ridiculizando y/o criticando a los andaluces. Dicho esto -e insistiendo en la inoportunidad de determinadas declaraciones-, no comparto que la mejor respuesta a sus agravios sea matar al mensajero.
A mí también me irrita que el molt honorable se burle de los alumnos andaluces como argumento para defender su modelo educativo, pero más que los excesos del rey Artur me preocupa que el último Informe PISA sitúe a nuestra comunidad a la cola de España y demasiado lejos de la media de los países de la OCDE.
Me indigné cuando la condesa de Murillo llamó gallinas –«pitas, pitas, pitas»– a los campesinos andaluces, pero rechazar las salidas de tono de doña Esperanza no implica conformarse con que decenas de miles de jornaleros dependan de los subsidios agrarios (llámense PER, AEPSA, PROFEA, FEIL, FEESL… o cualquier otra combinación de letras).
No voy a disculpar al eterno candidato a ministro cuando asegura que le cargan a él la cuenta del bar de todos los parados de Andalucía, pero que haya pillado a Duran en un renuncio no supone que tenga que asentir cuando leo que la tercera parte de los desempleados ha rechazado una oferta de trabajo en los últimos tres meses.
Resulta mezquino aprovechar el bajo nivel de nuestros estudiantes o las dificultades que atraviesan los jornaleros, para crecer unas décimas en las encuestas de intención de voto, pero no es esa utilización espuria la que ha ofendido la dignidad colectiva de los andaluces -lamentablemente, ya estamos habituados- sino la identidad y el origen de quienes han aireado nuestros trapos sucios.
Nosotros contamos chistes de leperos, nos pasamos horas aplaudiendo a Juan y Medio -versión abuelos y versión nietos– y derrochamos arte pa’ rabiar cuando se trata de animar la boda de la señora duquesa, pero nos da una alferecía cuando un  catalán nos dibuja con sombrero cordobés y bailando sevillanas. ¿Quién no conoce a un trabajador en activo que esté cobrando al mismo tiempo una nómina (en negro) y un subsidio de desempleo? Aquí nadie denuncia nada, pero nos parece intolerable que venga otro de fuera a echárnoslo en cara.
Tenemos identificados nuestros problemas, somos conscientes de nuestros defectos y conocemos nuestras fullerías, pero no se nos ocurre otra alternativa que denunciar al denunciante, a sabiendas de que matar al mensajero no soluciona nada, por muy bocazas que sea. Y esos -que conste- lo son.