Categoría: sociedad
Estado de alarma, alarma de Estado
Sin pretender ser original (imposible cuando nos acribillan miles de comentarios por minuto) mis reflexiones ante esta extraña situación que vivimos no pueden ir más allá de la descripción de mi estado de ánimo, complejo y cambiante.
Lo primero que me invade es la perplejidad. No puedo entender que, a estas alturas del partido, la única solución para protegernos de un virus sea el confinamiento general, como en el Orán de «La peste» (Albert Camus, 1947). Y más cuando, en esta ocasión, hemos visto -y hemos contado- cómo la enfermedad se acercaba día a día, como Aníbal con sus elefantes, y ni siquiera le hemos salido al paso.
En segundo lugar, la incertidumbre. No sé si es por falta de información, por su exceso o por la escasa credibilidad que generan los informantes (que no los informadores), pero no logro hacerme una idea de a qué nos estamos enfrentando. Y no me refiero a la enfermedad en sí (ni siquiera la comunidad científica se pone de acuerdo acerca de su gravedad y sus efectos: para unos es una gripe; para otros, la antesala de graves patologías crónicas y fatales) sino a los efectos de esta crisis. Confío en que se habrán elaborado estimaciones, más o menos precisas, sobre el número de personas que van a resultar infectadas, cuántas serán derrotadas por el virus y cuántos profesionales serán necesarios para atenderlos; cuánto tiempo durarán la emergencia sanitaria y el periodo de aplicación de las medidas implementadas por los gobiernos, cuántas empresas y empleos se perderán y cuánto costará recuperarlos. Ya sea porque las estimaciones resulten desesperanzadoras, ya sea porque carezcan de un mínimo de fiabilidad, no han trascendido y la ciudadanía se ve obligada a obedecer a ciegas, sin respuestas. Un salto al vacío sin conocer la profundidad del abismo ni qué hay en el fondo.
Esto me conduce al tercer sentimiento: la preocupación. No por mi propia salud o la de las personas cercanas, razonablemente protegidas por las estadísticas y la cautela autoimpuesta. Me preocupan la idoneidad y la efectividad de las medidas anunciadas, me preocupan su aplicación y sus consecuencias y me preocupa la respuesta -sostenida en el tiempo- de una sociedad sometida a mis mismas dudas. Me preocupan los llamamientos a la tranquilidad de quienes se muestran nerviosos y me preocupa que, quienes actúan irresponsablemente, lo fíen todo a nuestra conducta responsable.
Como cuarto elemento, la indignación. Indignación frente a quienes no se dan por aludidos, frente a quienes exigen antes de ofrecer y frente a los que buscan su propio beneficio a costa del esfuerzo, el sacrificio y la generosidad del colectivo. Indignación frente a quienes arriman a mi ascua su bandera. Indignación ante la inacción de quienes no se atreven a tomar decisiones y, por cobardía, miden primero los costes (sus costes) y, sobre todo, indignación frente a quienes pretenden aprovecharse de mi indignación para obtener réditos mezquinos y espúreos.
Y, por último, la esperanza. La clave de la supervivencia de cada uno de nosotros, como individuos, se encuentra en el colectivo y en su comportamiento acompasado. Tanto para quienes ejercen la solidaridad exclusivamente como consecuencia de su propio egoísmo, como para quienes se entregan sin reservas ni contraprestaciones en favor del bien común, el sentimiento de pertenencia al grupo se acrecienta ante el peligro y la vulnerabilidad. Sin duda, nuestra sociedad sabe cómo responder ante situaciones de riesgo, a pesar de los obstáculos, las decisiones erradas, las conductas incívicas, las actitudes insolidarias y los intereses bastardos que puedan dificultar el avance.
La esperanza y la confianza en nuestras capacidades atenúan el estado de perplejidad, incertidumbre, preocupación e indignación en el que muchos nos encontramos sumidos. Sobre todo la esperanza y la confianza en que las decisiones adoptadas hayan sido las correctas.
Ensayo sobre la ceguera
«Y porque vea vuestra merced a cuánto se estendía el ingenio deste astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él me acaecieron. […] Acaeció que llegando a un lugar que llaman Almorox al tiempo que cogían las uvas, un vendimiador le dio un racimo dellas en limosna […]. Sentámonos en un valladar y [el ciego] dijo:
–Agora quiero yo usar contigo de una liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas, y que hayas dél tanta parte como yo. Partillo hemos desta manera: tú picarás una vez y yo otra; con tal que me prometas no tomar cada vez más de una uva, yo haré lo mesmo hasta que lo acabemos, y desta suerte no habrá engaño.
Hecho ansí el concierto, comenzamos; mas luego al segundo lance, el traidor mudó de propósito y comenzó a tomar de dos en dos, considerando que yo debría hacer lo mismo. Como vi que él quebraba la postura, no me contenté ir a la par con él, mas aun pasaba adelante: dos a dos, y tres a tres, y como podía las comía. Acabado el racimo, estuvo un poco con el escobajo en la mano y meneando la cabeza dijo:
-Lázaro, engañado me has: juraré yo a Dios que has tú comido las uvas tres a tres.
-No comí -dije yo-, mas ¿por qué sospecháis eso?
Respondió el sagacísimo ciego:
-¿Sabes en qué veo que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y callabas.»
(La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades)
Confieso, sin ocultar cierto pudor, que me vuelvo más desconfiado con cada nueva cana que peino. Durante años, confié en la gente por encima de mis posibilidades, seguí a Rousseau a pies juntillas –“To’l mundo es güeno”– y me desollé las tragaderas empeñado en engullir muelas de molino como si no hubiera un mañana. Cada vez que un político se subía a un púlpito para jurar su inocencia sobre los evangelios, ahí estaba yo, poniendo a disposición del susodicho cuantas mejillas fueran necesarias. Sin caer en distingos entre reyes y villanos, bastaba un “-Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir” para iluminar las tinieblas y las dudas a golpes de orgullo y satisfacción.
Pero -como Scorsese- un día decidí poner fin a la edad de la inocencia y -como Pablo de Tarso- pasarme al otro lado del mostrador (eso sí: yo me ahorré la caída del caballo y sus consiguientes secuelas). Ahora todo en mí es incredulidad y escepticismo, y no me resisto a despellejar al cabrito hasta desenmascarar al lobo que -maldito Hobbes- todos llevamos dentro. Cautiva y desarmada mi candidez (y puesto que no se pueden escribir grandes verdades utilizando medias tintas), me he convertido en el jefe de los talibán del recelo y la sospecha y, ante el primer desmentido oficial, se me disparan las alarmas antirrobo. En otro momento, me hubiera entretenido en identificar al macho alfa y sus aullidos; hoy no pierdo el tiempo en menudencias y embuto en la chupa de dómine más grasienta posible a todo aquel que asome la nariz por el área pequeña.
Que me convenza el suegro del duque de su propia inocencia. Que demuestre il capo di tutti capi que él se enteró del pufo viendo el telediario. Que exponga sus excusas exculpatorias el torpe aprendiz de Savonarola redivivo que tanto predicó contra la corrupción, el lujo y la depravación. Que lo intente, pero le va a costar. No me refiero al corrupto confeso; sudores le va a costar a su vecino de despacho, de escaño, de negociado, de cama o de camarote redactar un convincente ensayo sobre su ceguera, el único argumento que me haría aceptar que caminan entre la podredumbre sin contaminarse, inmunes a las tentaciones transmutadas en vulgares maletines de piel o en suntuosas bolsas de basura.
Claro que están ciegos, porque quieren estarlo para -como el amo de Lázaro- engullir sin remordimientos las uvas de dos en dos (no sea que el resto de invitados les deje sin banquete) y/o revestir de sinceridad el uniforme de traicionado y afrentado justiciero (aunque nunca superan el nivel de ‘patético vengador cornudo’).
No hay peor ciego que el que no quiere ver. Estos, encima, pretenden conducirnos de oído. Y sin escucharnos.
Lágrimas de cocodrilo
Anexo musical
Iñaki no sabe y no contesta
Feliz ¿año nuevo?
Borbones S.L.
El tamaño del pene
La calle es mía
¡Ah!, pero ¿había barra libre?
Bienvenido, míster Davis
Aunque los cádillacs -si es que quedan cádillacs- vuelvan a parar en otro sitio.