Categoría: sociedad

Estado de alarma, alarma de Estado

Foto: Agencia EFE (publicada en El Mundo el 13 de marzo de 2020)

Sin pretender ser original (imposible cuando nos acribillan miles de comentarios por minuto) mis reflexiones ante esta extraña situación que vivimos no pueden ir más allá de la descripción de mi estado de ánimo, complejo y cambiante.
Lo primero que me invade es la perplejidad. No puedo entender que, a estas alturas del partido, la única solución para protegernos de un virus sea el confinamiento general, como en el Orán de «La peste» (Albert Camus, 1947). Y más cuando, en esta ocasión, hemos visto -y hemos contado- cómo la enfermedad se acercaba día a día, como Aníbal con sus elefantes, y ni siquiera le hemos salido al paso.
En segundo lugar, la incertidumbre. No sé si es por falta de información, por su exceso o por la escasa credibilidad que generan los informantes (que no los informadores), pero no logro hacerme una idea de a qué nos estamos enfrentando. Y no me refiero a la enfermedad en sí (ni siquiera la comunidad científica se pone de acuerdo acerca de su gravedad y sus efectos: para unos es una gripe; para otros, la antesala de graves patologías crónicas y fatales) sino a los efectos de esta crisis. Confío en que se habrán elaborado estimaciones, más o menos precisas, sobre el número de personas que van a resultar infectadas, cuántas serán derrotadas por el virus y cuántos profesionales serán necesarios para atenderlos; cuánto tiempo durarán la emergencia sanitaria y el periodo de aplicación de las medidas implementadas por los gobiernos, cuántas empresas y empleos se perderán y cuánto costará recuperarlos. Ya sea porque las estimaciones resulten desesperanzadoras, ya sea porque carezcan de un mínimo de fiabilidad, no han trascendido y la ciudadanía se ve obligada a obedecer a ciegas, sin respuestas. Un salto al vacío sin conocer la profundidad del abismo ni qué hay en el fondo.
Esto me conduce al tercer sentimiento: la preocupación. No por mi propia salud o la de las personas cercanas, razonablemente protegidas por las estadísticas y la cautela autoimpuesta. Me preocupan la idoneidad y la efectividad de las medidas anunciadas, me preocupan su aplicación y sus consecuencias y me preocupa la respuesta -sostenida en el tiempo- de una sociedad sometida a mis mismas dudas. Me preocupan los llamamientos a la tranquilidad de quienes se muestran nerviosos y me preocupa que, quienes actúan irresponsablemente, lo fíen todo a nuestra conducta responsable.
Como cuarto elemento, la indignación. Indignación frente a quienes no se dan por aludidos, frente a quienes exigen antes de ofrecer y frente a los que buscan su propio beneficio a costa del esfuerzo, el sacrificio y la generosidad del colectivo. Indignación frente a quienes arriman a mi ascua su bandera. Indignación ante la inacción de quienes no se atreven a tomar decisiones y, por cobardía, miden primero los costes (sus costes) y, sobre todo, indignación frente a quienes pretenden aprovecharse de mi indignación para obtener réditos mezquinos y espúreos.
Y, por último, la esperanza. La clave de la supervivencia de cada uno de nosotros, como individuos, se encuentra en el colectivo y en su comportamiento acompasado. Tanto para quienes ejercen la solidaridad exclusivamente como consecuencia de su propio egoísmo, como para quienes se entregan sin reservas ni contraprestaciones en favor del bien común, el sentimiento de pertenencia al grupo se acrecienta ante el peligro y la vulnerabilidad. Sin duda, nuestra sociedad sabe cómo responder ante situaciones de riesgo, a pesar de los obstáculos, las decisiones erradas, las conductas incívicas, las actitudes insolidarias y los intereses bastardos que puedan dificultar el avance.
La esperanza y la confianza en nuestras capacidades atenúan el estado de perplejidad, incertidumbre, preocupación e indignación en el que muchos nos encontramos sumidos. Sobre todo la esperanza y la confianza en que las decisiones adoptadas hayan sido las correctas.

Ensayo sobre la ceguera

Luis Bárcenas

«Y porque vea vuestra merced a cuánto se estendía el ingenio deste astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él me acaecieron. […] Acaeció que llegando a un lugar que llaman Almorox al tiempo que cogían las uvas, un vendimiador le dio un racimo dellas en limosna […]. Sentámonos en un valladar y [el ciego] dijo:
Agora quiero yo usar contigo de una liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas, y que hayas dél tanta parte como yo. Partillo hemos desta manera: tú picarás una vez y yo otra; con tal que me prometas no tomar cada vez más de una uva, yo haré lo mesmo hasta que lo acabemos, y desta suerte no habrá engaño.
Hecho ansí el concierto, comenzamos; mas luego al segundo lance, el traidor mudó de propósito y comenzó a tomar de dos en dos, considerando que yo debría hacer lo mismo. Como vi que él quebraba la postura, no me contenté ir a la par con él, mas aun pasaba adelante: dos a dos, y tres a tres, y como podía las comía. Acabado el racimo, estuvo un poco con el escobajo en la mano y meneando la cabeza dijo:
-Lázaro, engañado me has: juraré yo a Dios que has tú comido las uvas tres a tres.
-No comí -dije yo-, mas ¿por qué sospecháis eso?
Respondió el sagacísimo ciego:
-¿Sabes en qué veo que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y callabas.»
(La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades)

Confieso, sin ocultar cierto pudor, que me vuelvo más desconfiado con cada nueva cana que peino. Durante años, confié en la gente por encima de mis posibilidades, seguí a Rousseau a pies juntillas –“To’l mundo es güeno”– y me desollé las tragaderas empeñado en engullir muelas de molino como si no hubiera un mañana. Cada vez que un político se subía a un púlpito para jurar su inocencia sobre los evangelios, ahí estaba yo, poniendo a disposición del susodicho cuantas mejillas fueran necesarias. Sin caer en distingos entre reyes y villanos, bastaba un “-Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir” para iluminar las tinieblas y las dudas a golpes de orgullo y satisfacción.
Pero -como Scorsese- un día decidí poner fin a la edad de la inocencia y -como Pablo de Tarso- pasarme al otro lado del mostrador (eso sí: yo me ahorré la caída del caballo y sus consiguientes secuelas). Ahora todo en mí es incredulidad y escepticismo, y no me resisto a despellejar al cabrito hasta desenmascarar al lobo que -maldito Hobbes- todos llevamos dentro. Cautiva y desarmada mi candidez (y puesto que no se pueden escribir grandes verdades utilizando medias tintas), me he convertido en el jefe de los talibán del recelo y la sospecha y, ante el primer desmentido oficial, se me disparan las alarmas antirrobo. En otro momento, me hubiera entretenido en identificar al macho alfa y sus aullidos; hoy no pierdo el tiempo en menudencias y embuto en la chupa de dómine más grasienta posible a todo aquel que asome la nariz por el área pequeña.
Que me convenza el suegro del duque de su propia inocencia. Que demuestre il capo di tutti capi que él se enteró del pufo viendo el telediario. Que exponga sus excusas exculpatorias el torpe aprendiz de Savonarola redivivo que tanto predicó contra la corrupción, el lujo y la depravación. Que lo intente, pero le va a costar. No me refiero al corrupto confeso; sudores le va a costar a su vecino de despacho, de escaño, de negociado, de cama o de camarote redactar un convincente ensayo sobre su ceguera, el único argumento que me haría aceptar que caminan entre la podredumbre sin contaminarse, inmunes a las tentaciones transmutadas en vulgares maletines de piel o en suntuosas bolsas de basura.
Claro que están ciegos, porque quieren estarlo para -como el amo de Lázaro- engullir sin remordimientos las uvas de dos en dos (no sea que el resto de invitados les deje sin banquete) y/o revestir de sinceridad el uniforme de traicionado y afrentado justiciero (aunque nunca superan el nivel de ‘patético vengador cornudo’).
No hay peor ciego que el que no quiere ver. Estos, encima, pretenden conducirnos de oído. Y sin escucharnos.

@JoseLuisArranz

Lágrimas de cocodrilo

Costa del Sol, verano de 2012. Un galán maduro -bastante maduro- de cuidada melena blanca susurra, ante un auditorio selecto, sus tristes confidencias a un micrófono, sin poder reprimir el llanto:
-¿Por qué no he de llorar, si sólo así descanso? No hay penas que sin llanto se puedan soportar.”(1)
No. Aunque lo parezca, no se trata de un senil cantante de boleros en el hotel Puente Romano, sino del otrora conspicuo empresario, constructor e industrial, Rafael Gómez Sánchez, derramando ante el juez las últimas gotas que quedaban en el tarro de su dignidad (“-Lágrimas de hombre, que son más amargas por estar condenadas a nunca brotar.”(2)).
Por vergonzante que pudiera resultar, Sandokán sólo cumple con las obligaciones que le impone su pertenencia al Club del Cocodrilo, una asociación de condenados, acusados, imputados o implicados en corruptelas y tratos con reptiles en la que todos sus ilustres miembros se comprometen -una vez despojados del peso de la púrpura y/o aligerados del peso de sus carteras- a exhibirse sin pudor al público escarnio, luciendo un estudiado rictus de contrición -aliñado con lágrimas, en bastantes casos- y una sensiblera y victimista declaración de inocencia. (“-Me parece una injusticia estar preso, señor juez.”(3)).
El cocodrilo es un animal de naturaleza inmisericorde que atenaza a sus presas, las arrastra al fondo del río, las ahoga y las despedaza. Mientras las devora, el movimiento de sus fauces estimula al mismo tiempo las glándulas salivares y las lacrimales (éstas involuntariamente, por cercanía), hasta provocar el falso llanto. Lágrimas fingidas que no alcanzan a diluir el regusto salado de la sangre aún caliente.
Igual que a Rafael Gómez, hemos visto llorar a muchos cocodrilos. Ángel Acebes, Antonio Barrientos, Teddy Bautista, José Blanco, Francisco Camps, Mario Conde, Francisco Correa, José María del Nido, Gerardo Díaz Ferrán, Jorge Dorribo, José María Enríquez, Carlos Fabra, Antonio Fernández, Francisco Javier Guerrero, Jaume Matas, María Antonia Munar, Julián Muñoz, Isabel Pantoja, Oriol Pujol, Rodrigo Rato, Francisco Javier Raventós, José Antonio Roca, Antonio Rodrigo Torrijos, José María Ruiz Mateos, Antonio Tirado, Iñaki Urdangarín (¡uf!, ¡me ahogo!)… cada uno de ellos ha elevado al cielo sus cuitas y sus lamentos (“-Cada cual en este mundo cuenta el cuento a su manera.”(4)) sin revelar -eso nunca- el paradero del botín que le haga rememorar los días de vino y rosas (“-Con lágrimas de sangre pude comprar la gloria.”(5)) y le haga olvidar la amargura de la soledad, el desdén y el abandono.
-Llora mi alma de fantoche sola y triste en esta noche. Noche negra y sin estrellas.”(6)
No voy a caer en el error de relacionar el grado de culpa con el tamaño de la panza (como hizo el cardenal de Guadalajara, monseñor Sandoval: “-No hay rico que no haya robado: o es ladrón o hijo de ladrones.”), pero que nadie espere que acuda con mi pañuelo a enjugar lágrimas de cocodrilo.
-Hoy, que me lloras de veras, recuerdo tu simulacro. Perdona que no te crea: lo tuyo es puro teatro.”(7)

Anexo musical

Puesto que el asunto es más propio de boleros, tangos y baladas, ahí van las autorías (a cada cual, lo suyo) y los enlaces:

Iñaki no sabe y no contesta

Si a alguien le quedaban dudas sobre la pertenencia o no de Iñaki Urdangarín a la Casa Real, la bochornosa función de este fin de semana ha despejado cualquier incógnita: su-excelencia-el-duque sigue siendo uno de los nuestros.
O, al menos, actúa como si lo fuera. Primero renunció a un real privilegio -tan campechano como su suegro- y accedió a apearse del coche en el lugar en el que lo hacen los plebeyos. Después lo vimos desfilar -¡qué lastima que no hubiera alfombra roja!- tan alto, tan guapo, tan delgado y tan rubio como toda esta rama borbona mejorada con sangre danesa (los apellidos de Sofía -Schleswig, Holstein, Sonderburg y Glücksburg- han cumplido su trabajo genético); hizo el paseíllo oculto tras un rictus estudiado -mezcla de seriedad, altanería e indiferencia- parecido al que debió lucir Luis XVI de Borbón camino de la guillotina, y con él -como Louis Le Dérnier– logró protegerse de los gritos, de los insultos, de las pancartas, de los huevazos y hasta del morao de las banderas. Fingió romper el protocolo para acercarse a los periodistas -esto lo ha aprendido de la Ortiz, su concuñada- y regalar, a quienes llevaban horas estirando el brazo, un comunicado oficial educado, conciso y directo, memorizado -porque ahí no estaba el teleprompter de leer encíclicas navideñas- y definitivo: sin apostillas, réplicas ni preguntas.
Eso, en la parte pública. Dentro del juzgado: aún más borbón si cabe. A fuerza de “no-sabe-no-contesta”, consiguió acabar con la paciencia del juez más cansino de todos los que en España se adornan con puñetas, incapaz de obtener una confesión distinta a la del recurrente “mi-reino-no-es-de-este-mundo” o del lastimero“se-han-aprovechado-de-mí”. Horas y más horas que se ciñen al guión de los últimos treinta y siete años: preguntas sin respuestas, acciones sin responsabilidad, evidencias ignoradas, justificaciones inverosímiles y reparto inclemente de culpas.
Con lo único con lo que no había contado es con el inmisericorde cainismo de la real familia, dispuesta a sacrificar cuantas piezas hagan falta por evitar el jaque al rey y, si es necesario, a emplear para ello los argumentos que le salen del spottorno. Si el rey no dudó en enfrentarse a su padre -entonces jefe de la Casa Real- con tal de ceñirse la corona, y ni se plantea -a pesar de su evidentemente deteriorado estado de salud- ceder el báculo al principito cuarentón (con la edad actual del heredero, Juan Carlos ya llevaba siete años reinando y había superado el cambio de régimen, tres elecciones generales y una intentona golpista), a nadie se le pasa por la cabeza que vaya a poner en riesgo su supervivencia con tal de salvar a la oveja descarriada.
Pese a ello, Urdangarín se ha mostrado como el más leal de los súbditos, implorando lo único que parece preocuparle: un perdón y un auxilio regios (“Del rey abajo, ninguno”, como escribió Francisco de Rojas Zorrilla) que hace años le fueron negados (Rojas Zorrilla también escribió “El Caín de Cataluña” y “El mejor amigo, el muerto”), así que sólo le resta aguardar en su exilio dorado la justicia de los hombres.
A ver si, entonces, le vuelve la memoria.

Feliz ¿año nuevo?

Estamos subidos en una gigantesca peonza que recorre el universo a una velocidad que se escapa de toda imaginación.
‘Gigantesca’ porque la Tierra es una cuasiesfera que pesa casi 6.000 trillones de toneladas y ocupa algo más de un millón de billones de metros cúbicos de sistema solar.
Aunque parezca imposible, esta bola enorme, de más de 40 mil kilómetros de perímetro, con una superficie que, extendida, ocuparía 510 millones de kilómetros cuadrados, gira sobre sí misma, como una ‘peonza’, a más de 1.600 kilómetros por hora (en el ecuador; en el eje de rotación, está prácticamente quieta).
Por si fuera poco, este trompo descomunal además se desplaza -a 107 mil kilómetros por hora- girando alrededor del sol. (Por cierto, que la Tierra y el Sol -y todo el Sistema Solar- también se mueven dentro de la Vía Láctea, a más de 980 mil kilómetros por hora; una galaxia que, a su vez, navega por el firmamento a una velocidad aún mayor).
Como si se tratara de un estadio de atletismo -en este caso, prácticamente circular-, alrededor del Sol hay una pista de carreras con varias calles. La nuestra, la tercera, tiene una cuerda de más de 900 millones de kilómetros. Los planetas que viajan por las calles más cercanas completan sus vueltas mucho más rápido (Mercurio da la vuelta al Sol en menos de tres meses; Venus tarda siete meses y medio), mientras que los corredores más alejados del centro hacen una carrera por su cuenta (casi 165 años tarda Neptuno en completar cada circunferencia).
Esta larga introducción (por cuyas imprecisiones pido humildemente disculpas a todos los astrofísicos presentes en la sala) viene a cuento de la actual colocación de la pancarta de meta en este inmenso velódromo cósmico. Es decir ¿en qué lugar de la órbita terrestre hay que empezar a contar cada vuelta? O, dicho de otra manera, ¿qué día empieza el año nuevo?
Aunque los más osados aseguran que la Tierra ya ha dado más de cuatro millones y medio de vueltas al Sol (la primera mitad de la carrera, sin tripulación), sólo en las últimas 3.000 o 4.000 circunvalaciones ha habido interés por medirlas, cronometrarlas y, en definitiva, preverlas, para anticipar cuándo, en qué momento de cada vuelta, llegarían las lluvias, el calor o las cosechas.
Buena parte de la humanidad (si no la más numerosa, sí la más influyente) se rige por el calendario gregoriano, el occidental, el que fija el inicio del año el primer día del mes de enero, pero no en todo el planeta se utiliza el mismo convencionalismo.
El 28 de septiembre -1 de tishrei– comenzó el año 5772 para el pueblo judío. Los musulmanes estrenaron año nuevo (el 1433 de la Hégira) el pasado 27 de noviembre, para ellos el 1 de muharram. Los chinos iniciarán el 23 de enero su año 4710 (el año del dragón). Los persas esperarán hasta el 20 de marzo (1 de farvadin) para brindar por el nuevo 1391, y un día después llegará el año nuevo al Índico (1 de caitra de 1933). Para los nostálgicos del calendario republicano francés, el año 219 comenzó el primero de vendémiaire (el pasado 24 de septiembre)
¿Cómo se eligen estas fechas? La mayoría de los calendarios tienen su origen en la necesidad de preparar las labores del campo. Por ello, se solía hacer coincidir el principio del año con el equinoccio de otoño (así lo hicieron los egipcios, así se hizo con el calendario republicano francés, y así se hace actualmente en los centros educativos, para el año hidrológico y para la liga de fútbol) o con el de la primavera (el caso, entre otros, de los antiguos chinos), con los ciclos lunares o con las apariciones de determinadas estrellas (fundamentalmente, Sirio). Con el paso del tiempo, y con las correcciones que han tenido que incorporar todos los sistemas de medición -sin excepción-, las fechas se han ido moviendo y adaptando a otro tipo de necesidades (principalmente, administrativas).
En nuestro caso, la adopción del 1 de enero como inicio del cómputo anual se la debemos -¿cómo no?- a los antiguos romanos y a su animus belli. Inicialmente, el año romano comenzaba en marzo (martius), el segundo mes era abril (aprilis), el tercero, mayo (en honor de Maius, dios de la abundancia), y el cuarto, junio, dedicado a Juno. Le seguían, en quinto lugar, quintilis (que luego se denominó julio, en honor a Julio César), sextilis (el futuro agosto, por Octavio Augusto), septembris (el séptimo), octobris (el octavo), novembris (el noveno) y decembris (el décimo). El primitivo año romano se completaba con januarius (el mes de Jano) y se cerraba con el mes de las februa, o purificaciones –februaris-, con 28 o 29 días según las necesidades.
Sin embargo, a los militares, que comenzaban sus hazañas bélicas en primavera (en el mes de Marte), les venía mejor adelantar un par de meses el año nuevo, y así tener tiempo para preparar las campañas, provisionarlas, y reclutar e instruir a los legionarios. Gracias a ellos, septiembre no es el mes séptimo sino el noveno, y el día bisiesto no es el último del año sino el sexuagésimo.
En sentido estricto -y a falta de criterios objetivos-, cada instante comienza una nueva vuelta al Sol. ¿Qué más da que nos quedemos con el calendario gregoriano, con el chino o con el escolar, o que situemos nuestro año nuevo el día de nuestro cumpleaños? Se trata de meros convencionalismos que apenas nos sirven para rendir cuentas y realizar predicciones. ¿Qué sería de los pronósticos del FMI, de la OCDE, de la FUNCAS…, de las estadísticas del INE, del CSIC, del IESA…, de los programas de la UE, de la UN, de la OMS… si no estuviésemos de acuerdo en que los años van de enero a diciembre?
Y, sobre todo, ¿qué seria de MovistarVodafone y Orange sin los cientos de millones de eseemeeses, whatsapps y similares con los que nos felicitamos el año nuevo?
Esas sí que son macrocifras.


[Esta entrada es una simple actualización de Feliz año nuevo, publicada en enero de 2009]

Borbones S.L.

Anda alucinado el personal con los turbios tejemanejes de su excelencia el duque. Alucinado ando yo ante tanta alucinación: ¿de qué se sorprenden? Al fin y al cabo ¿qué es una casa real si no un negocio?
Las monarquías europeas tienen su origen en las guerras que, durante la Edad Media, asolaron el continente. Los ejércitos costeados por los nobles feudales arrasaban campos y villas, ocupaban las ciudades y arrastraban a sus habitantes bajo los pies de su señor. En aquellos terribles años de muerte y barbarie, florecieron las cinco o seis grandes estirpes reales, vencedoras en los campos de batalla, que firmaron con sangre -ajena- sus títulos de propiedad sobre las tierras devastadas; escrituras espurias que han ido pasando de padres a hijos y que -siglos más tarde- continúan exhibiendo sin pudor como argumento para perpetuar sus privilegios medievales. Más de mil años después de la muerte de Hugues Capet -fundador también de la Casa de Borbón-, sus sucesores se mantienen aferrados al cromosoma que -presuntamente- les vincula, para reivindicar su herencia.
En el caso de España, la legitimidad de la dinastía reinante es aún más estrambótica. A finales del s. XVII, un capeto nacido en Versalles -Philippe de Bourbon- reclamó para sí el trono de Madrid, vacante desde la muerte del último de los Habsburgo -Carlos II el Hechizado-, un primo más que lejano. Ese remoto parentesco le bastó para ser coronado -Felipe V-, para que reinaran en España tres de sus hijos -Luis I, Fernando VI y Carlos III- y para garantizar el porvenir de -hasta el momento- siete generaciones más de reyes y reinas.
La Casa de Borbón es una empresa familiar que llegó en 1700 con evidente vocación de quedarse. Más que en gobernar, se han especializado en superar sus propias crisis, aferrarse al cetro y aceptar cualquier condición con tal de recuperar la poltrona, cada vez que han sido apeados. No han dudado en negociar con invasores, apoyar a golpistas o ceder territorios a cambio de conservar su domicilio social en la plaza de Oriente.
Pero, por si fuera poco, el último siglo nos ha revelado una nueva marca genética: su habilidad empresarial y su buen ojo para los negocios. El recuerdo del exilio de Isabel II animó a Alfonso XIII -nieto de la reina castiza– a desconfiar del futuro, a invertir su patrimonio personal y a guardar en bancos de París y Londres sus ahorrillos (48 millones de euros, al cambio actual). Negocios, por otro lado, no siempre de ética ejemplar: en 1924, Vicente Blasco Ibáñez acusó a Alfonso XIII de prolongar injustificadamente la Guerra de Marruecos porque el transporte de soldados estaba enriqueciendo a la Compañía Transmediterránea, de la que el rey era accionista; también se relacionó al soberano falangista -fue padrino de bodas de Franco, se autoproclamó «falangista de primera hora» y donó un millón de pesetas a la causa fascista- con las entonces clandestinas carreras de galgos y con la incipiente industria del cine porno (a través de la productora Royal Films).
Algo más torpe anduvo su hijo Juan, que acabó dilapidando su herencia y tuvo que recurrir a la caridad de los fieles monárquicos para pagar el recibo de la luz de Villa Giralda (su residencia en Estoril). El mayor de sus hijos varones -Juan, también- se conjuró para desterrar aquellas fatiguitas («-¡A Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre!») y firmó todo lo que le colocaron bajo la pluma: se casó con quien le ordenaron, juró las leyes franquistas y hasta se cambió el nombre por el de Juan Carlos -debió de haber sido Juan III- para esquivar un conflicto paterno-filial. Aprendió de su abuelo que hay que llenar el calcetín por si las cartas vienen mal dadas y, en lugar de rodearse de aristócratas, formó una corte de empresarios y banqueros. Luis Valls (presidente del Banco Popular) administró los altruistas donativos que la real pareja comenzó a recibir nada más casarse (Ruiz Mateos decía llevar los fajos en maletas de loewe) y que le sirvieron para invertir aquí y allá; Manuel Prado y Colón de Carvajal (el del escándalo KIO) también estuvo postulando y negociando -presuntamente- en nombre del rey, más allá de las arenas. Miguel Arias, Alejandro Arroyo, Mario Conde, Jaime Cardenal, Javier de la Rosa, José Escaño, Oliver Mateu, Marc Rich, Pedro Serra, Francisco Sitges o Vázquez Alonso -entre otros muchos influyentes hombres de negocios- forman o han formado parte del círculo más íntimo del soberano, plagado de operaciones, regalos, comisiones y opacos negocios. Juan Carlos, que tuvo que pedir a los leales monárquicos que sufragaran los gastos de su viaje de bodas porque él no podía, dispone ya de una considerable fortuna: 554 millones de euros (según Eurobusiness) o 1.790 millones de euros (según Forbes, que incluye los palacios patrimonio del estado), y 36 millones de euros en cuentas suizas (según el libro de Patricia Sverlo «Juan Carlos, un rey golpe a golpe»).
La Casa de Borbón es una empresa familiar en la que nadie pide el finiquito (que le pregunten a la reina consorte por qué lleva años fingiendo que nada sabe de María Gabriela de Saboya, de Olghina de Robiland -madre de Paola, la que asegura tener sangre real-, de Bárbara Rey, de Marta Gayá, de Julia Steinbush o de Corinna zu Sayn Wittgenstein; por lo menos, Sofía consiguió que Felipe González enviase a Julio Feo a recuperar el patrimonio confiscado a Constantino de Grecia, y que su hermana Irene -la tía Pecu– se fuera a vivir a la Zarzuela, todo incluido), ni cuñados, ni consortes, ni yernos, ni primos. Entre todos se reparten un presupuesto anual de más de ocho millones y medio de euros (mayor que el del ayuntamiento de Aguilar de la Frontera) y, claro, nadie quiere abandonar esa casa.
Ahora alucina el personal con los turbios tejemanejes de su excelencia el duque. Yo sí que alucino.

El tamaño del pene

Observando el nivel de quienes ostentan la responsabilidad de dirigir nuestros destinos, gastar nuestros dineros y tomar las decisiones en nuestro nombre, uno llega a la conclusión de que el actual sistema de elección de representantes tiene bastantes lagunas.
Partimos de un modelo viciado en origen, en el que sólo son elegibles aquellos que han superado en sus partidos un proceso interno habitualmente opaco e injusto, donde suelen triunfar aptitudes, atributos y cualidades que poco -o nada- tienen que ver con las aptitudes, los atributos y las cualidades que deberían de iluminar el ulterior desempeño del cargo para el que indirecta y remotamente salen ungidos. Quienes logran imponerse en el congreso de su formación política, no lo hacen demostrando sus dotes de gobierno ni sus habilidades para la gestión, sino que les basta con exhibir sus facultades para la intriga y el medro, sus dotes de seducción y su buen ojo a la hora de pergeñar alianzas, pactos y complicidades. Con este formato, a menudo quienes terminan por capitanear las naves y afrontar complejas singladuras no lucen en su triste currículum otras virtudes que las del blancor de sus sonrisas, el grosor de sus carteras o -todavía peor- el peso de sus billeteras. Algo así como escoger al jefe de la tribu por el tamaño de su pene.
Cuentan que, cuando a uno de los colaboradores de Kennedy le preguntaron si le creía capaz de imponerse a Nixon en las elecciones de 1960, contestó que para ser presidente de Estados Unidos sólo es necesario ser alto, rico y saber hablar. Richard Nixon acudió al debate televisado -el primero de la historia- sin afeitar, sin maquillar y sin camuflar en su rostro las secuelas de un par de semanas de hospitalización; contra pronóstico, ganó el guapo.
Otro ejemplo: la designación de Rasputín como consejero del último zar de todas las Rusias se basó en su pericia para detener las frecuentes hemorragias que desangraban al zarévich. Bueno, en eso y en la fascinación que provocaba en la zarina Alejandra. (Por cierto -y hablando de penes- en un museo de San Petersburgo conservan en formol el falo de más de veintiocho centímetros que -se supone- paseó en vida el Monje Loco).
Afortunadamente, ya no es posible que una reina -María Luisa de Parma, por ejemplo- haga nombrar primer ministro a uno de sus amantes -por ejemplo, a Manuel Godoy- y sólo queda para el anecdotario el listado de políticos que escalan el escalafón a golpe de hormonas (¿qué fue de aquella Cicciolina que ofreció su cuerpo a Saddam Hussein para evitar la Guerra del Golfo?), pero continúan imponiéndose criterios espurios que, con el paso del tiempo, convierten en lodo aquellos polvos (con perdón).
Mientras que la política siga siendo una profesión (muchos de los ministros empezaron de concejales en su pueblo, como el cursus honorum de los romanos) y tengamos que conformarnos con elegir entre listas cerradas (menú del día: tres primeros, tres segundos, pan, vino y postre), los méritos que encumbren a unos y a otros no serán -sálvese el que pueda- los que en realidad convienen a la mayoría.
Al final va a resultar que el tamaño sí importa.

La calle es mía

Por mucho que Manuel Fraga insista en renegar de su autoría, la frase «la calle es mía» continúa teniendo el mismo sonsonete tardofranquista que adornara a aquel ministro de Gobernación que, en abril de 1976, negó a la oposición democrática su derecho a pasear las banderas del primero de mayo. Será por eso que cada vez que alguien esgrime títulos de propiedad sobre un espacio público, me viene a la mente la imagen triste y en blanco y negro de la España del No-Do.
La calle Cruz Conde no es de nadie. Por más que el argumentario que utilizan los impulsores y los detractores de su peatonalización caiga indefectiblemente en ese error. Piensan los comerciantes que tienen derecho a ordenar ese territorio porque son ellos quienes lo mantienen vivo y activo, y responden los vecinos que es su criterio el único que ha de prevalecer. Por el efecto mariposa, desde todos los barrios alertan de las consecuencias que acarreará modificar los itinerarios del transporte público, mientras los ecologistas reciben con aplausos cada metro cuadrado que el peatón arrebata al motor de explosión.
Yo, que peino canas, recuerdo los coches circulando ante la puerta del Gran Teatro, por la calle Gondomar y por la calle Morería; muchos de nosotros hemos visto vehículos a motor circundando la estatua del Gran Capitán y traspasando los arcos de la Corredera. No sé si queda alguien que aún se oponga a aquellas peatonalizaciones, pero ninguna de ellas fue menos controvertida que la que ahora se debate.
Siempre he estado a favor de una calle Cruz Conde libre de vehículos. Lo defendiera quien lo defendiera y lo rechazara quien lo rechazara. No comparto la necesidad estratégica de reabrir ese vial, ni acepto esa solución como un mal menor. Cuanto más sopeso los pros y los contras, más me reafirmo en la idoneidad de regalar la catalogación de peatonal a una calle que lo viene reivindicando desde casi el momento en que se trazó, allá por mil novecientos veintitantos, cuando la piqueta echó abajo el Hotel Suizo, las Tendillas empezó a ser el corazón de la ciudad y hubo que tirar de tiralíneas para conectar la Córdoba histórica con la Córdoba moderna.
Con todo, lo que más me descoloca son algunos -extraños- posicionamientos y algunos -inapropiados- empecinamientos. A ellos les profetizo que la calle Cruz Conde será peatonal, ahora o dentro de algunos años, cuando alguien más inteligente que nosotros halle la solución a tantos problemas irresolubles que hoy nos impiden alcanzar la orilla.
De los años sesenta es otra frase de Fraga -ésta, sí reconocida-: «Spain is diferent». Cincuenta años después, cuando todas las ciudades apuestan por modelos urbanísticos más conciliadores y menos agresivos, ¡qué diferentes nos empeñamos en seguir siendo!

¡Ah!, pero ¿había barra libre?

Cuando el teniente de alcalde de Hacienda anunció, hace algunos días, el final de la época del gratis total (como el camarero que solemnemente informa de que se acabó la barra libre y de que quien quiera seguir bebiendo tendrá que pasar por caja), a mí se me quedó cara de tonto-de-cotillón. «-¡Ah!, pero ¿había barra libre? Y yo toda la noche pagando…»
El gratis total murió con Alfonso XI -si no mucho antes- y sus alcabalas. Desde entonces -si no mucho antes-, cada vez que un gobernante nos regala un nuevo puente, un concierto de guitarras, un autobús híbrido, un cheque-libro o un comedor social, carga la factura a nuestra cuenta corriente, por mucho que repita frases del tipo «-El dinero lo pongo yo» y chorradas de esas.
Aunque a nadie le gusta rascarse el bolsillo -pocos sustantivos son tan calificativos: ‘impuestos’-, todos tenemos asumido que las carreteras no nacen por generación espontánea y que, si no aportamos nuestra parte, dejará de haber «escuelas gratis, medicinas y hospital», como reivindicaba la murga de Carlos Cano. Lo único que podemos debatir son los criterios por los que se paga.
En un ejercicio de reduccionismo extremo (nunca he pretendido dar una lección magistral), sólo hay dos tipos de tributos: los que gravan nuestras propiedades y los que gravan nuestras actividades [en el primer grupo, se encuentran -por ejemplo- el impuesto de la renta, la contribución y el de vehículos-; en el otro paquete: el IVA, el impuesto de la construcción, el del tabaco y la mayor parte de las tasas y precios públicos que recaudan los ayuntamientos]. Evidentemente, quienes disponen de un vasto patrimonio prefieren que se reduzcan los impuestos y se eleven las tasas (que todo parroquiano abona por igual, sean cuantos sean los ceros de su nómina), mientras que quienes andan pasando fatiguitas reclaman una subida del IRPF (que apenas les pasa rozando) y una rebaja del impuesto de hidrocarburos (que no veas a cómo se ha puesto llenar el depósito de gasoil).
La única decisión del político es elegir entre la A y la B. Nada más. Me apunto -¿cómo no?- a lo de la mejora de la gestión, a lo de la eficacia recaudatoria, a lo de la optimización de recursos, a lo de la racionalización del gasto… pero eso es independiente: ¿la A o la B? Que estudien las consecuencias de cada modelo fiscal (cómo afecta a las inversiones, a la creación de empleo, al consumo, al estímulo… y todas esas cosas por las que nos sacan la pasta los analistas) y que decidan qué porcentaje de los ingresos corresponderá a los impuestos y qué otro a las tasas.
Y, si es posible, que nos informen con antelación, para que los ciudadanos podamos refrendar en las urnas la opción escogida. No sea que después le dé a alguno por aprobar un impuesto por casarse o por tirarse por un tobogán, y nos pille desprevenidos.
Ah, y lo único que era, es y seguirá siendo gratis total es el teléfono móvil, la entrada al Gran Teatro y el gasoil del coche oficial de los veintinueve concejales. Seguro que alguno se llevó un buen susto cuando leyó lo de «-Se acabó el ‘viva la fiesta’.»

Bienvenido, míster Davis

«Os recibimos, americanos, con alegría. ¡Olé, mi madre! ¡Olé mi suegra y olé mi tía!»
Un día, hace sesenta años, los españoles se pusieron sus mejores galas, recogieron la basura de la calle principal de cada pueblo y se sentaron a esperar la lluvia de dólares que les iba a sacar de la miseria. Aunque los cádillacs pasaron de largo, nadie se deshizo de las banderitas.
Al menos, no en Córdoba. Aquí seguimos oteando el horizonte, aguardando la oportunidad de airear las barras y las estrellas que atraigan los millones. La última vez estuvimos diez años dándole al brazo –«Los yanquis han venido, olé salero, con mil regalos, y a las niñas bonitas van a obsequiarlas con aeroplanos»-, confiados en que habíamos comprado el boleto premiado (alguien nos había chivado que acababa en dieciséis) y no nos llevamos ni la pedrea: los de San Ildefonso se fijaron en otro santo.
En esta ocasión va a ser distinto. Marshall ha cambiado la guerrera por el chemilacós y ha sacado el billete del AVE, billete VIP, no vaya a ser que alguien le toque las pelotas o las raquetas. «-Niño, saca las banderitas que nos vamos pa’ la estación. Seguro que esta vez pillamos algo». Y en eso estamos: unos a la espera del container cargadito de pernoctaciones de luxe, otros soñando con que una excursión de gabachos les pague el vino que hace doscientos años se bebió el francés. «Americanos, vienen a España guapos y sanos. Viva el tronío de ese gran pueblo con poderío».
Aunque, puestos a contar, hay cuentas que no me salen. Entre pitos y flautas, obras y cánones, promociones, gallardetes y banderolas, el erario público se va a desprender -graciosamente- de entre millón y medio y dos millones de euros. ¿A cambio de qué? A cambio de los luises de oro que arrojen desde sus carrozas los quince mil afortunados que acudan a presenciar la madre de todas las eliminatorias tenísticas.
Supongo que alguien habrá sacado números y se habrá parado a pensar. Habrá pensado en que los vecinos de Santa Rosa que pasen por la puerta de los califas -que alguno habrá- ni pernoctan, ni comen, ni compran; ni ellos, ni los de Valsequillo -que alguno habrá-. Habrá pensado en que hay hoteles, hostales, pensiones y hasta albergues que, en la provincia y alrededores, esperan listos y dispuestos a recoger su botín. Habrá pensado en que la plaza de toros de Córdoba es -chispa más o menos- como cualquier otra plaza de toros del mundo, y que ese será el único patrimonio histórico artístico que saldrá por la tele. Habrá pensado, en fin, en que estamos subvencionando con cien euros a cada ilustre visitante, para que él se deje los cuartos en el mostrador del AVE, en las taquillas de la federación, en la recepción del hotel -de quién sabe qué cadena- o en la minuta del restaurante (o, en su defecto, de la tienda de bocadillos).
En la comedia de Berlanga, don Pablo -alcalde de Villar del Río- se subió al balcón del ayuntamiento para arengar a sus convecinos: «-Como alcalde vuestro que soy, os debo una explicación. Y esa explicación os la voy a dar, porque os la debo», pero no recuerdo si llegó a darla ni si convenció al auditorio. Supongo que aquí alguien tendría que explicarle a un mecánico de Valdeolleros -que alguno habrá- qué le va a traer a él míster Davis, y a la farmacéutica de Santa Cruz, a una jubilada del Figueroa y al cura del Campo de la Verdad.
Porque al final es a ellos -siempre es a ellos- a quienes les pedimos que se pongan sus mejores galas, limpien la basura de la calle principal, se sienten en la acera ondeando la banderita y paguen lo que haya que pagar.
Aunque los cádillacs -si es que quedan cádillacs- vuelvan a parar en otro sitio.